IA y trabajo: el espejismo de la productividad
- Dr. Gastón Signorelli
- 15 ago
- 3 Min. de lectura
No estamos frente a una época de cambios
sino frente a un cambio de época.
Vivimos en un momento histórico en el que la palabra “productividad” se repite como un principio innegable.
La productividad es históricamente una métrica pensada para maximizar beneficios de quien controla los recursos y la organización del trabajo.
Gobiernos, empresas y medios la usan para justificar la incorporación masiva de inteligencia artificial y automatización en todos los sectores.
La promesa es tentadora: más eficiencia, menos costos, más tiempo libre para todos. Pero debajo de esa narrativa optimista se esconde una verdad incómoda: la tecnología que supuestamente liberará al trabajador está, en realidad, concentrando riqueza y poder en manos de muy pocos.
En el discurso oficial, la IA es una herramienta para complementar nuestras capacidades. En la práctica, muchas empresas la están usando para sustituirlas. Cada vez que un proceso se automatiza, no se redistribuye el trabajo: se elimina. Y el ahorro en costos no se traduce en mejores salarios o en menos horas para los empleados, sino en mayores márgenes para los empleadores. El espejismo de la productividad es precisamente ese: se nos vende como un beneficio colectivo lo que en realidad es un cambio estructural que favorece a una minoría.
La historia económica nos muestra un patrón claro: cada revolución tecnológica crea nuevos empleos, pero no para los mismos que los pierden. La diferencia con la IA es la velocidad. La reestructuración laboral que antes llevaba décadas ahora debe hacerse en pocos años, y la realidad es que la mayoría no tiene ni el tiempo, ni los recursos, ni la formación para adaptarse.
Mientras tanto, la automatización avanza sin pedir permiso y sin que exista un plan serio para quienes quedan fuera del sistema.
Quien gana en este escenario es quien controla la tecnología, los datos y la infraestructura. Grandes corporaciones tecnológicas y conglomerados financieros se están posicionando como los verdaderos dueños del futuro del trabajo. Quien pierde, en cambio, es el trabajador medio, no porque la IA lo decida, ni porque haya una conspiración global, sino porque el sistema económico actual está diseñado para maximizar ganancias, no para proteger empleos.
El riesgo más grande no es solo el desempleo masivo, sino el deterioro del trabajo que sobrevive. A medida que las tareas repetitivas se automatizan, el empleo humano se concentra en áreas más precarias, temporales y mal remuneradas. Incluso profesiones altamente cualificadas -como la medicina, la abogacía o la ingeniería- están viendo cómo parte de su trabajo se convierte en un producto barato de software.
El espejismo de la productividad funciona mientras se mantenga la ilusión de que todos saldremos beneficiados.
Pero la realidad, si seguimos este camino, es un mundo con menos trabajo estable, más concentración de riqueza y una sociedad dividida entre quienes manejan la tecnología y quienes dependen de ella para subsistir.
En definitiva, la conversación sobre productividad, IA y trabajo puede ser extensa pero debe ser franca: no se trata de un dilema moral ni de una utopía tecnológica. Es un cambio de reglas del juego.
La pregunta no es si seremos más productivos: eso ya está sucediendo.
La pregunta es quién se quedará con los beneficios de esa productividad, y quién tendrá que reorganizar su posición para sobrevivir en un entorno donde la velocidad de cambio dejó de ser una ventaja para unos pocos y se volvió un factor de riesgo para todos los demás.



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